Por Derecho (XI). Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace...

 


Han pasado ya casi dos semanas y aún no soy capaz de asimilar lo que vi. El ensueño, la gloria, la esencia del toreo concentrada en un hombre que rozó con los dedos la divinidad. La enormidad de la sencillez, porque qué fácilmente difícil es hacer feliz a los aficionados taurófilos; que cuando se torea bien bajo los cánones del maestro Domingo Ortega, el toreo pasa de ser una barbaridad al arte más bello y emocionante del mundo. No me gustaría caer en la hipérbole, ni que parezca este artículo cosa semejante a ustedes lectores, pero la magnitud de lo que vimos fue la hipérbole del toreo, y sólo los que lo vivimos en la plaza comprendemos la importancia de esa faena. He titulado este artículo con el primer verso de la última estrofa del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías de García Lorca, porque es así. Pasará mucho, muchísimo tiempo hasta que veamos una faena que se le acerque en enormidad y magnitud. Trece años llevaba Las Ventas sin rugir así, desde que se retirase Esplá y firmase aquella magnífica faena al toro Beato el mismo día de su despedida, y pasarán otros quince o veinte años hasta que la escuchemos de nuevo así. Y, como toda buena historia, tiene esta un protagonista: Fernando Robleño, que ha entrado, al menos para el que esto escribe, en el olimpo del toreo junto a los grandes maestros de los tiempos pasados. Embutido en el valiente traje mostaza y oro, refulgiendo sus machos con el brillo del sol, enrollado el capote de paseo, hizo el paseíllo ante la mirada de 6.000 personas para enfrentarse a los bravos Escolares y a los duros Hoyo de la Gitana. No quiero imaginarme lo que hubiese sido esta faena a plaza llena.

Desempolvó los mandamientos taurinos. Primero: parar los pies, pues brilló su firmeza en toda la tarde. Segundo: madar sobre la embestida del toro, pues no le consintió a sus animales ni un toque en los engaños y los llevó mucho más allá de la cadera en la salida del lance. Tercero: templar los pases, que sobre todo en las verónicas y en los remates se hicieron auténticos susurros. Cuarto: cargar la suerte; nos demostró que al hilo del pitón, que es donde están las cornadas, y con una muleta igual de elegante que poderosa se puede torear con la femoral. Y es que todo lo que no sea torear con la femoral, siguiendo a Domingo Ortega, es destorear. Esto, amigas y amigos, está al alcance de muy pocos. Es más, no está al alcance más que de los grandes. Tampoco me voy a entretener en comparaciones odiosas, que sé que algunos estáis deseando que hable de Morante y su faena sevillana, pero lo siento, para mí ha perdido todo el interés después de ver esta faena.

Nos llevó en volandas por la plaza, pendientes de nuestra locura y dejándonos la voz en cada pase. Ay... No puedo evitar emocionarme recordándolo, subiéndome un nudo a la garganta cada vez que veo y reveo las fotos que tuve el enorme privilegio de hacer ese día.

Empezó Fernando doblándose con el toro por verónicas, empujando con todo su peso hacia delante y sin cortarle el recorrido a Camionero, que así se llamaba el toro de Escolar. Una, dos, ¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Y la media verónica, flor de la elegancia, doblado frente al toro en los medios! Un toro que empezaba a despuntar y una faena que empezaba a fraguarse. Caballos en el ruedo, banderilleros con las banderillas... eficacia, tránsito hacia las aguas vírgenes de la bravura. Por fin tomó la muleta Robleño frente al tendido 7, y marchando hacia la Puerta Grande con la muleta en los talones, que no hemos visto esa torería desde hace múchisimos años, fue hacia el burel que le aguardaba frente al burladero de matadores. Acudió pronto al cite el de Escolar, para recibir el castigo en forma de doblones del Maestro. Y una vez más el número mágico, cinco pases y el de pecho quebrando el cuello del toro, desentumeciéndolo de la pelea en el caballo y oblígándolo a ir de largo, humillado y hasta detrás de la cadera. Ya resonaba Madrid entero. La muleta se quedó en la derecha para tantear al toro. Cinco y el de pecho, cinco derechazos le pudo dar, a cual mejor. En el último tropezó Camionero, pero le enmendó las fuerzas con un pase de pecho de pitón a rabo. Los riñones encajados, sin usar el tornillazo ahora de moda, la pierna que torea adelantada... la faena empezaba a volar.

Siguió por la derecha Robleño con cuatro más y otro de pecho, demostrando una vez más que el toreo de verdad no es sino el toreo de poder y elegante. Tomó la muleta en la izquierda ahora, haciendo el pase natural más natural que nunca. Nada de posturas adulteradas de los saltadores de pértiga y los saltimbanquis del escalafón, natural, como si no costase un esfuerzo tremendo arrancarle esos pases bellísimos a una bestia de 605 kilos. Cuatro pases más, el segundo natural para enmarcarlo y recordarlo una vida entera, y un pase del desprecio para rematar que nos levantó del granito como si tuviesen las almohadillas chinchetas clavadas. “Vamos Fernando, a ver qué te inventas ahora” decía un aficionado tras esta tanda, pero lo cierto es que el Maestro no necesitaba inventarse nada nuevo, sino rescatar lo que llevábamos tantísimos años sin ver. Parar, mandar, templar y cargar la suerte. De nuevo por la izquierda, cuarta serie de la faena que contaba ya con 22 pases, de los que valieron 21. Cuatro naturales más, el cuarto para ofrecérselo a una Virgen, y a matar. 26 pases. Fue cuadrando al toro por abajo, gustándose el matador despacio, muy despacio, con esa gallardía de los toreros buenos, gallardía que no es soberbia. Un pase de la firma rematado lo más atrás que un torero puede, uno del desprecio entre las dos rayas enroscándose con el toro, otro pase de la firma para dejárselo en el sitio y rematar con el más hermoso, arrebatado, firme y abigarrado pase del desprecio que hayamos visto nunca. 30 pases, no hacen falta más. Besó la espada antes de tirarse por derecho, Robleño. Pinchó. “¡Hay que joderse! Que mala suerte” pensé, acariciando ya como estaba el pañuelo dispuesto a pedir la pata si hubiera sido necesario como premio al matador. Tres veces pinchó, y a la cuarta le dejó un estoconazo. Qué tristes son los vericuetos del destino a veces.

Aún así le pedimos muchos la oreja, que vimos algo materializada en las dos vueltas al ruedo que le hicimos dar, y que algunos no nos tiramos a sacarle en hombros por la puerta de cuadrillas porque, en mi caso al menos, teníamos que cuidar del equipo fotográfico. Pero fue algo hermoso. Y en la vuelta al ruedo, uno casi con lágrimas en los ojos, vimos la sonrisa honesta, emocionada, de verdad, de un torero que vale auténticamente el traje que viste de oro.

Gracias, Maestro Fernando Robleño.

Por Quesillo

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